jueves, 3 de julio de 2008

Amor y ¿seguridad?


Escribe Xavier Echiburú, teólogo.

En sus célebres "Confesiones", un inspirado Agustín describe para nosotros la desolación en que lo sumió la muerte de cierto amigo muy querido. A renglón seguido extrae una moraleja: esto es lo que pasa —dice él— por entregar nuestro corazón a cualquier cosa que no sea Dios. Ya que todos los seres humanos mueren —continúa razonando— no debemos permitir que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una bendición y no una desgracia, finaliza Agustín, debemos dedicarlo al único Amado que jamás morirá.
Esta cadena argumentativa es, en principio, una buena demostración de sentido común. Nos llama a no poner nuestros bienes en vasijas que se filtran; a tener presente la seguridad antes que todo lo demás. Sólo así podemos estar protegidos de los indeseables sufrimientos.
Pero es justamente ahí donde comienzan a no calzar las piezas. Simplemente no parece posible organizar las cosas de esta manera. Y es que amar, en cualquier forma, es ser vulnerable. Basta que amemos cualquier cosa para que nuestro corazón ciertamente se retuerza y eventualmente se quebrante. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie —ni siquiera a un animal— y evitar rigurosamente todo tipo de compromiso. Ese es el lema del "segurero".
Pero en el acto salta a la vista que una vida así vivida es perfectamente aberrante. Tanto es así, que el notable C. S. Lewis (cuyos libros nunca nos cansaremos de recomendar) explicó alguna vez que hasta los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una ausencia de amor elegida a propósito. Por eso digamos también, con el escritor inglés, que jamás nos encaminaremos a Dios intentando evitar los sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndolos a Él. Y si incluso fuese necesario que nuestros corazones se quiebren porque Él ha elegido aquello para nosotros, entonces que así sea.

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