miércoles, 11 de junio de 2008

El cuento del tío

Escribe Mario Rotta


Inevitablemente el tiempo transcurre y todas las especies biológicas, cumplido su ciclo, les sucede lo que Juan llama en su lenguaje coloquial: "chao no más pues". Cogñac, mi viejo perro pastor alemán "aquiltrado", es temporalmente muchísimo más joven que yo, pero genéticamente más viejo y, no sólo por mi derecho de propiedad que a él le importa un pepino y simplemente ignora si es que existe, si no por razones de personalidad que, se debe reconocer ciertas especies también la poseen, nuestra relación es de mutuo cariño y respeto. Claro está, siempre que ninguno de los dos invada derechos civiles y territorios del otro.
Sin embargo, con el paso de los años esta defensa del territorio, y de los bienes especialmente alimenticios, se va tornando cada vez más difusa y, sobre todo, los viejos nos ponemos más permisivos y, al mismo tiempo, menos concientes en cuanto a propiedad privada y defensa, por ejemplo, de los alimentos.
Esta inevitable, y a la vez desagradable, realidad ha significado, por ejemplo, que Cogñac ya no amenace con sus poderosos colmillos descubiertos a las gallinas y pollos que le roban los granos de arroz de la cena y las migas de pan remojado en leche del desayuno que, por su mala costumbre de alimentarse "langüeteando", caen de su olla y quedan a disposición cuando él se aleja para roer el hueso en el pasto, un lugar más cómodo y aseado que las baldosas que rodean su casa.
Otra de las realidades de la vejez, es que ya no sale a campo traviesa cuando algunas de las representantes femeninas de su especie, ubicada a menos de 5 kilómetros a la redonda, llega a esa situación permisiva que mantiene la vigencia de nosotros, los representantes de los mamíferos.
No obstante, conserva la pésima costumbre de abandonar su casa para dormir en el pasto, a un par de metros de nuestra cocina. Lo hace profundamente, luego de haber cumplido su trabajo nocturno de vigilancia a punta de ladridos alrededor de la casa y, más de una vez, al observarlo tirado en toda su estatura entre el pasto me obliga a golpear los vidrios y llamarlo pues mi hipocondría funciona a millón. Afortunadamente, se levanta, estira, gruñe de mal humor y viene flojamente hacia la ventana, me mira sin ladrar, y retorna a su sueño entre el pasto.

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