Cuando una persona es capaz de reírse de sí misma, es una muestra perfecta de equilibrio mental. Así se templa un gigante, que en su grandeza debe ser modesto, y se desdibuja el pequeño, el enano mental, que gordo y reluciente se nos presente vestido de capa y chistera.
El camino de la vida tiene más adoquines de aburrimiento, que caminos llanos. " A veces la vida nos impide vivir plenamente", leí por ahí. Lo cierto es que por esas callejuelas, transita el carruaje de la aventura o del tedio. Cuando esto ocurre, podemos responder al destino con el agrio pasaporte del burócrata o con el sutil encanto de la risa. Pocos, muy pocos lo hacen con el santo y seña del buen humor, especialmente aquel que ejercen los seres que no necesitan estar demostrando permanentemente lo que son y lo que valen. Han visto algo más ridículo que un patán danzando en la bola fatua de su autoreferida vanagloria.
Si el motivo es reírse de lo claro o lo oscuro de la propia existencia cotidiana, la situación es dos veces mejor. Quien puede reír de sí mismo, vence las más agrias intenciones del odio y entiende mejor las mezquindades de los personajes oscuros que se agazapan en las sombras, bebiendo la triste y larga copa de ajenjo cotidiano, en su calvario eterno.
El mundo sería distinto si los poderosos de turno se miraran por un rato y se vieran en el cóncavo espejo de su ridiculez, en su marcha de payasos. Si cualquiera tarde de estas, en vez de enviar bombas y racimos de soldados se rieran de sí mismos, sorprendiéndose ridículos, divertidos, simplemente humanos, el mundo volvería a sonreír como un niño. Cada mañana sería como empezar de nuevo y el sol volvería a ser una divertida carta de presentación de la mañana.
Por eso trato a la vida como viene. La recibo con galas o con andrajos. La muerdo o la acaricio. La miro alejarse o la espero cada mañana, invitándola a jugar una baraja de tostadas.
El camino de la vida tiene más adoquines de aburrimiento, que caminos llanos. " A veces la vida nos impide vivir plenamente", leí por ahí. Lo cierto es que por esas callejuelas, transita el carruaje de la aventura o del tedio. Cuando esto ocurre, podemos responder al destino con el agrio pasaporte del burócrata o con el sutil encanto de la risa. Pocos, muy pocos lo hacen con el santo y seña del buen humor, especialmente aquel que ejercen los seres que no necesitan estar demostrando permanentemente lo que son y lo que valen. Han visto algo más ridículo que un patán danzando en la bola fatua de su autoreferida vanagloria.
Si el motivo es reírse de lo claro o lo oscuro de la propia existencia cotidiana, la situación es dos veces mejor. Quien puede reír de sí mismo, vence las más agrias intenciones del odio y entiende mejor las mezquindades de los personajes oscuros que se agazapan en las sombras, bebiendo la triste y larga copa de ajenjo cotidiano, en su calvario eterno.
El mundo sería distinto si los poderosos de turno se miraran por un rato y se vieran en el cóncavo espejo de su ridiculez, en su marcha de payasos. Si cualquiera tarde de estas, en vez de enviar bombas y racimos de soldados se rieran de sí mismos, sorprendiéndose ridículos, divertidos, simplemente humanos, el mundo volvería a sonreír como un niño. Cada mañana sería como empezar de nuevo y el sol volvería a ser una divertida carta de presentación de la mañana.
Por eso trato a la vida como viene. La recibo con galas o con andrajos. La muerdo o la acaricio. La miro alejarse o la espero cada mañana, invitándola a jugar una baraja de tostadas.
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Juan Manuel Fierro es académico Ufro
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